Escrito: En 1876.
Primera edición: En a revista Die Neue Zeit, Bd. 2, N° 44, 1895-1896.
El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en Economía política. Lo es, en efecto, a la par que la naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.
Hace muchos centenares de miles de años, en una época, aún no establecida definitivamente, de aquel período del desarrollo de la Tierra que los geólogos denominan terciario, probablemente a fines de este período, vivía en algún lugar de la zona tropical – quizás en un extenso continente hoy desaparecido en las profundidades del Océano Indico- una raza de monos antropomorfos extraordinariamente desarrollada. Darwin nos ha dado una descripción aproximada de estos antepasados nuestros. Estaban totalmente cubiertos de pelo, tenían barba, orejas puntiagudas, vivían en los árboles y formaban manadas.
Es de suponer que como consecuencia directa de su género de vida, por el que las manos, al trepar, tenían que desempeñar funciones distintas a las de los pies, estos monos se fueron acostumbrando a prescindir de ellas al caminar por el suelo y empezaron a adoptar más y más una posición erecta. Fue el paso decisivo para el tránsito del mono al hombre.
Todos los monos antropomorfos que existen hoy día pueden permanecer en posición erecta y caminar apoyándose únicamente en sus pies; pero lo hacen sólo en caso de extrema necesidad y, además, con suma torpeza. Caminan habitualmente en actitud semierecta, y su marcha incluye el uso de las manos. La mayoría de estos monos apoyan en el suelo los nudillos y, encogiendo las piernas, hacen avanzar el cuerpo por entre sus largos brazos, como un cojo que camina con muletas. En general, aún hoy podemos observar entre los monos todas las formas de transición entre la marcha a cuatro patas y la marcha en posición erecta. Pero para ninguno de ellos ésta última ha pasado de ser un recurso circunstancial.
Y puesto que la posición erecta había de ser para nuestros peludos antepasados primero una norma, y luego, una necesidad, de aquí se desprende que por aquel entonces las manos tenían que ejecutar funciones cada vez más variadas. Incluso entre los monos existe ya cierta división de funciones entre los pies y las manos. Como hemos señalado más arriba, durante la trepa las manos son utilizadas de distinta manera que los pies. Las manos sirven fundamentalmente para recoger y sostener los alimentos, como lo hacen ya algunos mamíferos inferiores con sus patas delanteras. Ciertos monos se ayudan de las manos para construir nidos en los árboles; y algunos, como el chimpancé, llegan a construir tejadillos entre las ramas, para defenderse de las inclemencias del tiempo. La mano les sirve para empuñar garrotes, con los que se defienden de sus enemigos, o para bombardear a éstos con frutos y piedras. Cuando se encuentran en la cautividad, realizan con las manos varias operaciones sencillas que copian de los hombres. Pero aquí es precisamente donde se ve cuán grande es la distancia que separa la mano primitiva de los monos, incluso la de los antropoides superiores, de la mano del hombre, perfeccionada por el trabajo durante centenares de miles de años. El número y la disposición general de los huesos y de los músculos son los mismos en el mono y en el hombre, pero la mano del salvaje más primitivo es capaz de ejecutar centenares de operaciones que no pueden ser realizadas por la mano de ningún mono. Ni una sola mano simiesca ha construido jamás un cuchillo de piedra, por tosco que fuese.
Por eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron adaptando poco a poco sus manos durante los muchos miles de años que dura el período de transición del mono al hombre, sólo pudieron ser, en un principio, funciones sumamente sencillas. Los salvajes más primitivos, incluso aquellos en los que puede presumirse el retorno a un estado más próximo a la animalidad, con una degeneración física simultánea, son muy superiores a aquellos seres del período de transición. Antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en cuchillo por la mano del hombre, debió haber pasado un período de tiempo tan largo que, en comparación con él, el período histórico conocido por nosotros resulta insignificante. Pero se había dado ya el paso decisivo: la mano era libre y podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad; y ésta mayor flexibilidad adquirida se transmitía por herencia y se acrecía de generación en generación.
Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él. Únicamente por el trabajo, por la adaptación a nuevas y nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento especial así adquirido por los músculos, los ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos, y por la aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones nuevas y cada vez más complejas, ha sido como la mano del hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha hecho capaz de dar vida, como por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a las estatuas de Thorwaldsen y a la música de Paganini.
Pero la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era únicamente un miembro de un organismo entero y sumamente complejo. Y lo que beneficiaba a la mano beneficiaba también a todo el cuerpo servido por ella; y lo beneficiaba en dos aspectos.
Primeramente, en virtud de la ley que Darwin llamó de la correlación del crecimiento. Según ésta ley, ciertas formas de las distintas partes de los seres orgánicos siempre están ligadas a determinadas formas de otras partes, que aparentemente no tienen ninguna relación con las primeras. Así, todos los animales que poseen glóbulos rojos sin núcleo y cuyo occipital está articulado con la primera vértebra por medio de dos cóndilos, poseen, sin excepción, glándulas mamarias para la alimentación de sus crías. Así también, la pezuña hendida de ciertos mamíferos va ligada por regla general a la presencia de un estómago multilocular adaptado a la rumia. Las modificaciones experimentadas por ciertas formas provocan cambios en la forma de otras partes del organismo, sin que estemos en condiciones de explicar tal conexión. Los gatos totalmente blancos y de ojos azules son siempre o casi siempre sordos. El perfeccionamiento gradual de la mano del hombre y la adaptación concomitante de los pies a la marcha en posición erecta repercutieron indudablemente, en virtud de dicha correlación, sobre otras partes del organismo.
Sin embargo, ésta acción aún está tan poco estudiada que aquí no podemos más que señalarla en términos generales. Mucho más importante es la reacción directa -posible de demostrar- del desarrollo de la mano sobre el resto del organismo. Como ya hemos dicho, nuestros antepasados simiescos eran animales que vivían en manadas; evidentemente, no es posible buscar el origen del hombre, el más social de los animales, en unos antepasados inmediatos que no viviesen congregados. Con cada nuevo progreso, el dominio sobre la naturaleza, que comenzara por el desarrollo de la mano, con el trabajo, iba ampliando los horizontes del hombre, haciéndole descubrir constantemente en los objetos nuevas propiedades hasta entonces desconocidas. Por otra parte, el desarrollo del trabajo, al multiplicar los casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al mostrar así las ventajas de ésta actividad conjunta para cada individuo, tenía que contribuir forzosamente a agrupar aún más a los miembros de la sociedad. En resumen, los hombres en formación llegaron a un punto en que tuvieron necesidad de decirse algo los unos a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco desarrollada del mono se fue transformando, lenta pero firmemente, mediante modulaciones que producían a su vez modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco a poco a pronunciar un sonido articulado tras otro.
La comparación con los animales nos muestra que ésta explicación del origen del lenguaje a partir del trabajo y con el trabajo es la única acertada. Lo poco que los animales, incluso los más desarrollados, tienen que comunicarse los unos a los otros puede ser transmitido sin el concurso de la palabra articulada. Ningún animal en estado salvaje se siente perjudicado por su incapacidad de hablar o de comprender el lenguaje humano. Pero la situación cambia por completo cuando el animal ha sido domesticado por el hombre. El contacto con el hombre ha desarrollado en el perro y en el caballo un oído tan sensible al lenguaje articulado, que estos animales pueden, dentro del marco de sus representaciones, llegar a comprender cualquier idioma. Además, pueden llegar a adquirir sentimientos desconocidos antes por ellos, como son el apego al hombre, el sentimiento de gratitud, etc. Quien conozca bien a estos animales, difícilmente podrá escapar a la convicción de que, en muchos casos, ésta incapacidad de hablar es experimentada ahora por ellos como un defecto. Desgraciadamente, este defecto no tiene remedio, pues sus órganos vocales se hallan demasiado especializados en determinada dirección. Sin embargo, cuando existe un órgano apropiado, ésta incapacidad puede ser superada dentro de ciertos límites. Los órganos bucales de las aves se distinguen en forma radical de los del hombre, y, sin embargo, las aves son los únicos animales que pueden aprender a hablar; y el ave de voz más repulsiva, el loro, es la que mejor habla. Y no importa que se nos objete diciéndonos que el loro no entiende lo que dice. Claro está que por el solo gusto de hablar y por sociabilidad con los hombres el loro puede estar repitiendo horas y horas todo su vocabulario. Pero, dentro del marco de sus representaciones, puede también llegar a comprender lo que dice. Enseñad a un loro a decir palabrotas, de modo que llegue a tener una idea de su significación (una de las distracciones favoritas de los marineros que regresan de las zonas cálidas), y veréis muy pronto que en cuanto lo irritáis hace uso de esas palabrotas con la misma corrección que cualquier verdulera de Berlín. Y lo mismo ocurre con la petición de golosinas.
Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano, que, a pesar de toda su similitud, lo supera considerablemente en tamaño y en perfección. Y a medida que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los sentidos. De la misma manera que el desarrollo gradual del lenguaje va necesariamente acompañado del correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído, así también el desarrollo general del cerebro va ligado al perfeccionamiento de todos los órganos de los sentidos. La vista del águila tiene mucho más alcance que la del hombre, pero el ojo humano percibe en las cosas muchos más detalles que el ojo del águila. El perro tiene un olfato mucho más fino que el hombre, pero no puede captar ni la centésima parte de los olores que sirven a éste de signos para diferenciar cosas distintas. Y el sentido del tacto, que el mono posee a duras penas en la forma más tosca y primitiva, se ha ido desarrollando únicamente con el desarrollo de la propia mano del hombre, a través del trabajo. El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la capacidad de abstracción y de discernimiento cada vez mayores, reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra, estimulando más y más su desarrollo. Cuando el hombre se separa definitivamente del mono, este desarrollo no cesa ni mucho menos, sino que continúa, en distinto grado y en distintas direcciones entre los distintos pueblos y en las diferentes épocas, interrumpido incluso a veces por regresiones de carácter local o temporal, pero avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la vez, orientado en un sentido más preciso por un nuevo elemento que surge con la aparición del hombre acabado: la sociedad. Seguramente hubieron de pasar centenares de miles de años -que en la historia de la Tierra tienen menos importancia que un segundo en la vida de un hombre- antes de que la sociedad humana surgiese de aquellas manadas de monos que trepaban por los árboles. Pero, al fin y al cabo, surgió.
¿Y qué es lo que volvemos a encontrar como signo distintivo entre la manada de monos y la sociedad humana? Otra vez el trabajo. La manada de monos se contentaba con devorar los alimentos de un área que determinaban las condiciones geográficas o la resistencia de las manadas vecinas. Trasladábase de un lugar a otro y entablaba luchas con otras manadas para conquistar nuevas zonas de alimentación: pero era incapaz de extraer de estas zonas más de lo que la naturaleza buenamente le ofrecía, si exceptuamos la acción inconsciente de la manada, al abonar el suelo con sus excrementos. Cuando fueron ocupadas todas las zonas capaces de proporcionar alimento, el crecimiento de la población simiesca fue ya imposible; en el mejor de los casos el número de sus animales podía mantenerse al mismo nivel. Pero todos los animales son unos grandes despilfarradores de alimentos; además, con frecuencia destruyen en germen la nueva generación de reservas alimenticias. A diferencia del cazador, el lobo no respeta la cabra montés que habría de proporcionarle cabritos al año siguiente; las cabras de Grecia, que devoran los jóvenes arbustos antes de que puedan desarrollarse, han dejado desnudas todas las montañas del país. Esta «explotación rapaz» llevada a cabo por los animales desempeña un gran papel en la transformación gradual de las especies, al obligarlas a adaptarse a unos alimentos que no son los habituales para ellas, con lo que cambia la composición química de su sangre y se modifica poco a poco toda la constitución física del animal; las especies ya plasmadas desaparecen. No cabe duda de que ésta explotación rapaz contribuyó en alto grado a la humanización de nuestros antepasados, pues amplió el número de plantas y las partes de éstas utilizadas en la alimentación por aquella raza de monos que superaba con ventaja a todas las demás en inteligencia y en capacidad de adaptación. En una palabra, la alimentación, cada vez más variada, aportaba al organismo nuevas y nuevas substancias, con lo que fueron creadas las condiciones químicas para la transformación de estos monos en seres humanos. Pero todo esto no era trabajo en el verdadero sentido de la palabra. El trabajo comienza con la elaboración de instrumentos. ¿Y qué son los instrumentos más antiguos, si juzgamos por los restos que nos han llegado del hombre prehistórico, por el género de vida de los pueblos más antiguos que registra la historia, así como por el de los salvajes actuales más primitivos? Son instrumentos de caza y de pesca; los primeros utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca suponen el tránsito de la alimentación exclusivamente vegetal a la alimentación mixta, lo que significa un nuevo paso de suma importancia en la transformación del mono en hombre. El consumo de carne ofreció al organismo, en forma casi acabada, los ingredientes más esenciales para su metabolismo. Con ello acortó el proceso de la digestión y otros procesos de la vida vegetativa del organismo (es decir, los procesos análogos a los de la vida de los vegetales), ahorrando así tiempo, materiales y estímulos para que pudiera manifestarse activamente la vida propiamente animal. Y cuanto más se alejaba el hombre en formación del reino vegetal, más se elevaba sobre los animales. De la misma manera que el hábito a la alimentación mixta convirtió al gato y al perro salvajes en servidores del hombre, así también el hábito a combinar la carne con la dieta vegetal contribuyó poderosamente a dar fuerza física e independencia al hombre en formación. Pero donde más se manifestó la influencia de la dieta cárnea fue en el cerebro, que recibió así en mucha mayor cantidad que antes las substancias necesarias para su alimentación y desarrollo, con lo que su perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más rápido de generación en generación. Debemos reconocer -y perdonen los señores vegetarianos- que no ha sido sin el consumo de la carne como el hombre ha llegado a ser hombre; y el hecho de que, en una u otra época de la historia de todos los pueblos conocidos, el empleo de la carne en la alimentación haya llevado al canibalismo (aún en el siglo X, los antepasados de los berlineses, los veletabos o vilzes, solían devorar a sus progenitores) es una cuestión que no tiene hoy para nosotros la menor importancia.
El consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances de importancia decisiva: el uso del fuego y la domesticación de animales. El primero redujo aún más el proceso de la digestión, ya que permitía llevar a la boca comida, como si dijéramos, medio digerida; el segundo multiplicó las reservas de carne, pues ahora, a la par con la caza, proporcionaba una nueva fuente para obtenerla en forma más regular. La domesticación de animales también proporcionó, con la leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en cuanto a composición era por lo menos del mismo valor que la carne. Así, pues, estos dos adelantos se convirtieron directamente para el hombre en nuevos medios de emancipación. No podemos detenernos aquí a examinar en detalle sus consecuencias indirectas, a pesar de toda la importancia que hayan podido tener para el desarrollo del hombre y de la sociedad, pues tal examen nos apartaría demasiado de nuestro tema.
El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió también, de la misma manera, a vivir en cualquier clima. Se extendió por toda la superficie habitable de la Tierra siendo el único animal capaz de hacerlo por propia iniciativa. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas -los animales domésticos y los insectos parásitos- no lo lograron por sí solos, sino únicamente siguiendo al hombre. Y el paso del clima uniformemente cálido de la patria original, a zonas más frías donde el año se dividía en verano e invierno, creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas actividades que fueron apartando más y más al hombre de los animales.
Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la mente del hombre: la religión. Frente a todas estas creaciones, que se manifestaban en primer término como productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza que planeaba el trabajo era ya capaz de obligar a manos ajenas a realizar el trabajo proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue atribuido exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso los naturalistas de la escuela darwiniana más allegados al materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el trabajo. Los animales, como ya hemos indicado de pasada, también modifican con su actividad la naturaleza exterior, aunque no en el mismo grado que el hombre; y estas modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente repercuten, como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples. Ya hemos visto cómo las cabras han impedido la repoblación de los bosques en Grecia; en Santa Elena, las cabras y los cerdos desembarcados por los primeros navegantes llegados a la isla exterminaron casi por completo la vegetación allí existente, con lo que prepararon el suelo para que pudieran multiplicarse las plantas llevadas más tarde por otros navegantes y colonizadores. Pero la influencia duradera de los animales sobre la naturaleza que los rodea es completamente involuntaria y constituye, por lo que a los animales se refiere, un hecho accidental. Pero cuanto más se alejan los hombres de los animales, más adquiere su influencia sobre la naturaleza el carácter de una acción intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de antemano. Los animales destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo que hacen. Los hombres, en cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen con el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar cereales, plantar árboles o cultivar la vid, conscientes de que la cosecha que obtengan superará varias veces lo sembrado por ellos. El hombre traslada de un país a otro plantas útiles y animales domésticos modificando así la flora y la fauna de continentes enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas y criados éstos en condiciones artificiales, sufren tales modificaciones bajo la influencia de la mano del hombre que se vuelven irreconocibles. Hasta hoy día no han sido hallados aún los antepasados silvestres de nuestros cultivos cerealistas. Aún no ha sido resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que ha dado origen a nuestros perros actuales, tan distintos unos de otros, o a las actuales razas de caballos, también tan numerosas.
Por lo demás, de suyo se comprende que no tenemos la intención de negar a los animales la facultad de actuar en forma planificada, de un modo premeditado. Por el contrario, la acción planificada existe en germen dondequiera que el protoplasma -la albúmina viva- exista y reaccione, es decir, realice determinados movimientos, aunque sean los más simples, en respuesta a determinados estímulos del exterior. Esta reacción se produce, no digamos ya en la célula nerviosa, sino incluso cuando aún no hay célula de ninguna clase. El acto mediante el cual las plantas insectívoras se apoderan de su presa, aparece también, hasta cierto punto, como un acto planeado, aunque se realice de un modo totalmente inconsciente. La facultad de realizar actos conscientes y premeditados se desarrolla en los animales en correspondencia con el desarrollo del sistema nervioso, y adquiere ya en los mamíferos un nivel bastante elevado. Durante la caza inglesa de la zorra puede observarse siempre la infalibilidad con que la zorra utiliza su perfecto conocimiento del lugar para ocultarse a sus perseguidores, y lo bien que conoce y sabe aprovechar todas las ventajas del terreno para despistarlos. Entre nuestros animales domésticos, que han llegado a un grado más alto de desarrollo gracias a su convivencia con el hombre, pueden observarse a diario actos de astucia, equiparables a los de los niños, pues lo mismo que el desarrollo del embrión humano en el claustro materno es una repetición abreviada de toda la historia del desarrollo físico seguido a través de millones de años por nuestros antepasados del reino animal, a partir del gusano, así también el desarrollo mental del niño representa una repetición, aún más abreviada, del desarrollo intelectual de esos mismos antepasados, en todo caso de los menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal ha podido imprimir en la naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el hombre ha podido hacerlo. Resumiendo: lo único que pueden hacer los animales es utilizar la naturaleza exterior y modificarla por el mero hecho de su presencia en ella. El hombre, en cambio, modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina. Y ésta es, en última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás animales, diferencia que, una vez más, viene a ser efecto del trabajo.
Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias sobre la naturaleza. Después de cada una de estas victorias, la naturaleza toma su venganza. Bien es verdad que las primeras consecuencias de estas victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer lugar aparecen unas consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y que, a menudo, anulan las primeras. Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases de la actual aridez de esas tierras. Los italianos de los Alpes, que talaron en las laderas meridionales los bosques de pinos, conservados con tanto celo en las laderas septentrionales, no tenía idea de que con ello destruían las raíces de la industria lechera en su región; y mucho menos podían prever que, al proceder así, dejaban la mayor parte del año sin agua sus fuentes de montaña, con lo que les permitían, al llegar el período de las lluvias, vomitar con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que difundieron el cultivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo farináceo difundían a la vez la escrofulosis. Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas adecuadamente.
En efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la naturaleza y a conocer tanto los efectos inmediatos como las consecuencias remotas de nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Sobre todo después de los grandes progresos logrados en este siglo por las Ciencias Naturales, nos hallamos en condiciones de prever, y, por tanto, de controlar cada vez mejor las remotas consecuencias naturales de nuestros actos en la producción, por lo menos de los más corrientes. Y cuanto más sea esto una realidad, más sentirán y comprenderán los hombres su unidad con la naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural de la antítesis entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que empieza a difundirse por Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que adquiere su máximo desenvolvimiento en el cristianismo.
Mas, si han sido precisos miles de años para que el hombre aprendiera en cierto grado a prever las remotas consecuencias naturales de sus actos dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a calcular las remotas consecuencias sociales de esos mismos actos. Ya hemos hablado más arriba de la patata y de sus consecuencias en cuanto a la difusión de la escrofulosis: Pero, ¿qué importancia puede tener la escrofulosis comparada con los efectos que sobre las condiciones de vida de las masas del pueblo de países enteros ha tenido la reducción de la dieta de los trabajadores a simples patatas, con el hambre que se extendió en 1847 por Irlanda a consecuencia de una enfermedad de este tubérculo, y que llevó a la tumba a un millón de irlandeses que se alimentaban exclusivamente o casi exclusivamente de patatas y obligó a emigrar allende el océano a otros dos millones? Cuando los árabes aprendieron a destilar el alcohol, ni siquiera se les ocurrió pensar que habían creado una de las armas principales con que habría de ser exterminada la población indígena del continente americano, aún desconocido, en aquel entonces. Y cuando Colón descubrió más tarde América, no sabía que a la vez daba nueva vida a la esclavitud, desaparecida desde hacía mucho tiempo en Europa, y sentaba las bases de la trata de negros. Los hombres que en los siglos XVII y XVIII trabajaron para crear la máquina de vapor, no sospechaban que estaban creando un instrumento que habría de subvertir, más que ningún otro, las condiciones sociales en todo el mundo, y que, sobre todo en Europa, al concentrar la riqueza en manos de una minoría y al privar de toda propiedad a la inmensa mayoría de la población, habría de proporcionar primero el dominio social y político a la burguesía y provocar después la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, lucha que sólo puede terminar con el derrocamiento de la burguesía y la abolición de todos los antagonismos de clase. Pero también aquí, aprovechando una experiencia larga, y a veces cruel, confrontando y analizando los materiales proporcionados por la historia, vamos aprendiendo poco a poco a conocer las consecuencias sociales indirectas y más remotas de nuestros actos en la producción, lo que nos permite extender también a estas consecuencias nuestro dominio y nuestro control.
Sin embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el simple conocimiento. Hace falta una revolución que transforme por completo el modo de producción existente hasta hoy día y, con él, el orden social vigente. Todos los modos de producción que han existido hasta el presente sólo buscaban el efecto útil del trabajo en su forma más directa e inmediata. No hacían el menor caso de las consecuencias remotas, que sólo aparecen más tarde y cuyo efecto se manifiesta únicamente gracias a un proceso de repetición y acumulación gradual. La primitiva propiedad comunal de la tierra correspondía, por un lado, a un estado de desarrollo de los hombres en el que el horizonte de éstos quedaba limitado, por lo general, a las cosas más inmediatas, y presuponía, por otro lado, cierto excedente de tierras libres, que ofrecía cierto margen para neutralizar los posibles resultados adversos de ésta economía positiva. Al agotarse el excedente de tierras libres, comenzó la decadencia de la propiedad comunal. Todas las formas más elevadas de producción que vinieron después condujeron a la división de la población en clases diferentes y, por tanto, al antagonismo entre las clases dominantes y las clases oprimidas. En consecuencia, los intereses de las clases dominantes se convirtieron en el elemento propulsor de la producción, en cuanto ésta no se limitaba a mantener bien que mal la mísera existencia de los oprimidos. Donde esto halla su expresión más acabada es en el modo de producción capitalista que prevalece hoy en la Europa Occidental. Los capitalistas individuales, que dominan la producción y el cambio, sólo pueden ocuparse de la utilidad más inmediata de sus actos. Más aún; incluso ésta misma utilidad -por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía producida o cambiada- pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único incentivo la ganancia obtenida en la venta.
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La ciencia social de la burguesía, la Economía Política clásica, sólo se ocupa preferentemente de aquellas consecuencias sociales que constituyen el objetivo inmediato de los actos realizados por los hombres en la producción y el cambio. Esto corresponde plenamente al régimen social cuya expresión teórica es esa ciencia. Por cuanto los capitalistas aislados producen o cambian con el único fin de obtener beneficios inmediatos, sólo pueden ser tenidos en cuenta, primeramente, los resultados más próximos y más inmediatos. Cuando un industrial o un comerciante vende la mercancía producida o comprada por él y obtiene la ganancia habitual, se da por satisfecho y no le interesa lo más mínimo lo que pueda ocurrir después con esa mercancía y su comprador. Igual ocurre con las consecuencias naturales de esas mismas acciones. Cuando en Cuba los plantadores españoles quemaban los bosques en las laderas de las montañas para obtener con la ceniza un abono que sólo les alcanzaba para fertilizar una generación de cafetos de alto rendimiento, ¡poco les importaba que las lluvias torrenciales de los trópicos barriesen la capa vegetal del suelo, privada de la protección de los árboles, y no dejasen tras sí más que rocas desnudas! Con el actual modo de producción, y por lo que respecta tanto a las consecuencias naturales como a las consecuencias sociales de los actos realizados por los hombres, lo que interesa preferentemente son sólo los primeros resultados, los más palpables. Y luego hasta se manifiesta extrañeza de que las consecuencias remotas de las acciones que perseguían esos fines resulten ser muy distintas y, en la mayoría de los casos, hasta diametralmente opuestas; de que la armonía entre la oferta y la demanda se convierta en su antípoda, como nos lo demuestra el curso de cada uno de esos ciclos industriales de diez años, y como han podido convencerse de ello los que con el «crac»[3]han vivido en Alemania un pequeño preludio; de que la propiedad privada basada en el trabajo de uno mismo se convierta necesariamente, al desarrollarse, en la desposesión de los trabajadores de toda propiedad, mientras toda la riqueza se concentra más y más en manos de los que no trabajan; de que […]